Estaba en la plaza de los Inmigrantes y en la misma había tres niños de no más de 9 años, que jugaban a una especie de futbol, obviamente inventado, o quizás ni si quiera eso, improvisado en el momento por ellos.
La cuestión es que los tres jugaban individualmente todos contra todos; se marcaban y gambeteaban una y otra vez. Cada tanto alguno pateaba a algún lugar y festejaba el gol. Los otros aceptaban, pero no había arcos, es más, los mismos jugadores pateaban a cualquier lugar cuando querían hacer un gol.
La media hora que los vi, no pararon de jugar, exceptuando el momento en que la pelota se iba lejos. Durante todo ese tiempo jugaron, corrieron, rieron a carcajadas olímpicas, hicieron los goles que quisieron y los vi cobrar fules y respetar las decisiones.
En un momento les alcanzo la pelota, entonces les pregunto.
-¿Gurises… son felices?-
-De diez perri- me responde uno. Mientras otro me afirma con un OK en la mano y el tercero patea lo más alto que puede la pelota y así se reanuda el juego.
¿Qué tienen los niños que no tengan los adultos que les da esa simple pero inmensa capacidad de felicidad?
Si entramos a indagar las diferencias visibles son su capacidad de espontaneidad, que a diferencia de nosotros no especulan ni crean expectativas.
Su creatividad que se la vamos recortando a medida que crecen, que vivan el hoy o mejor aún el ahora y la no preocupación (que eso dependerá del ámbito en el que se cría). Pero además tienen algo que el adulto lo pierde por completo, la honestidad.
Voy exponer lo peor de los adultos que los niños no saben y por suerte no conocen; es el valor de las cosas.
Desde que comprendemos lo que cuesta, lo único que hacemos es medir. Medimos a los otros por la ropa, el barrio o el auto. A los equipos por los goles o por las veces que pierden. Medimos los días, el tiempo de espera, los años de trabajo o de amor.
Medimos las desdichas, la suerte, los abandonos, las crisis, los nacidos, los muertos, los sueños y deseos… lo único que no medimos los adultos, es la felicidad, porque a diferencia de los niños, sabemos que somos deshonestos.
Eduardo Chervo – 2022